Julián Márquez
La práctica de la lectura existe desde mucho antes de su fijación etimológica, el verbo latino Legere, manifestación de las actividades de recoger, cosechar y obtener. Estas nociones semánticas proceden del interés inicial por descubrir e interpretar los secretos del mundo, descifrar los fenómenos de la naturaleza, incluida la de nosotros mismos: criaturas anímicas, curiosas, sujetos de conocimiento desde la primera mirada sobre la tierra y hacia los astros. En la más antigua percepción intencional, en busca de conocimiento, cuando los primeros humanos comienzan a contemplar intrigados las formas y percibir el sentido de las cosas, emprenden consciente e inconscientemente la necesidad de interpretar la realidad y desentrañar los mensajes ocultos en los elementos integradores de la existencia.
Sobre la tierra los observadores primarios no estaban solos. A su alrededor se extendía la vegetación de donde obtenían los frutos para su alimentación, mucho antes de hacerse cazadores. En el entorno convivían junto a los animales salvajes, algunos amenazaban la existencia del homínido; otros satisfacían su necesidad de comer, incluso de vestimenta. Mediante esta correlación, entre objeto y sujeto, progresó el trato con la realidad; como resultado de esa correspondencia la mente se aguza. El hombre y la mujer intuyen, su visión compara cualidades, cantidades, dimensiones, busca descubrir la veracidad de los objetos contemplados. En el interés volcado hacia las cosas tres elementos: intuición, inducción y deducción; se correlacionan, proveen nociones cognoscitivas al sujeto operante sobre el objeto. Las cosas percibidas comienzan a tornarse accesibles a la reflexión, todavía inmadura.
Mientras cumple lo que Bertrand Russell llama la observación externa, la criatura humana experimenta una impresión de presencia real; a causa de esa necesidad perceptiva, sedimentó en la mente del hombre y la mujer la función deductiva, una de las actividades más antiguas en los humanos. Curiosos, ambos observaban y deducían, miraban al sol en lo alto, después sobre el suelo trazaban un círculo, un signo gráfico, la operación presuponía una interpretación. Cuando iban a la caza de los animales, en muchas ocasiones seguían las huellas de las pezuñas impresas en el suelo, húmedo o seco; según la profundidad de las pisadas podían comprender si el animal era pesado o liviano. Detener la mirada en las ramas quebradas significaba obtener referencias del tamaño de la presa, si era grande o pequeña. En el instante de la observación visual, acompañada de la percepción de los oídos, la actividad cerebral del humano sacaba conclusiones de carácter deductivo. En ese tiempo, aun sin saberlo, el ser humano empieza a utilizar los principios de un método destinado, muchos siglos después, a convertirse en un recurso imprescindible en la investigación, en el ámbito de la literatura de temática policial.
Desde los orígenes de las narraciones policiales, ubicados en circunstancias míticas como la de Edipo, ante el amenazador acertijo de la Esfinge, mediante la deducción el personaje evita un crimen, el suyo mismo. Una situación del mismo carácter, es decir, de aplicación lógica del pensamiento, se encuentra desde la antigüedad en los oráculos; según varios estudiosos de la novela policial, éstos representan uno de los elementos más arcaicos presentes en el género. Tanto la Esfinge como la Pitonisa, portadoras de enigmas, simbolizan amenazas que solo pueden ser eludidas por medio de un razonamiento lógico, inductivo y deductivo, básicos para conjurar los peligros en las narraciones detectivescas.
Toda lectura es válida en el instante del lector asumir un leer consciente. Sin embargo, frente al contenido de la obra, no es lo mismo relacionarse con un texto procedente de la escritura de Corín Tellado que otro salido de la pluma de Agatha Christie. Las sencillas historias amorosas destinadas al consumo masivo no ahondan demasiado en la aclaración de un enigma intrincado, como tiene lugar en casi todas las mejores novelas policiales. En manos de un lector exigente, orientado a desentrañar intrigas, el primer modelo quizá amerite el entusiasmo de una única lectura, mientras que en el segundo patrón, es posible sentir el impulso de volver a sumergirse de nuevo en la narración, después de haber sido resuelto el nudo de la complicada trama.
El curso de la literatura nos proporciona innumerables casos de doble lectura, de carácter racional-especulativo, similares a los planteados en la novela policial, los ejemplos sobran, podemos encontrarlos aun en pasajes de la Biblia. También en otros antiguos textos como «Historias verdaderas» de Luciano de Samosata; al igual que en obras más cercanas en el tiempo, sin las características de una narración policíaca. Desde esta perspectiva podríamos escudriñar, a través de una indagación detectivesca, el por qué se suicidan Madame Bovary o Anna Karenina, antiheroínas de Gustav Flaubert y León Tolstoi, respectivamente. En el fondo de estos dos dramas del realismo romántico, el lector curioso podría sentirse impelido a intuir y deducir las razones de la muerte de ambas damas literarias. Asimismo cabe razonar qué motivó, más allá de la carencia de dinero, a Raskólnikov a cometer el asesinato de la usurera en «Crimen y castigo», de Fiodor Dostoievsky. En esta clase de obra, cualquier lector empeñado en clarificar las causas profundas de los hechos emprende una doble lectura. El deseo de descubrir los motivos de la fechoría lo obliga a transitar desde el signo al significado, de lo conocido a lo desconocido, en busca de esclarecer el homicidio cometido. Quizá ahí, en la necesidad de desentrañar la psiquis del criminal, esas oscuras pulsiones de la primitiva barbarie humana, estriba la apasionada seducción alcanzada por la novela policíaca, especialmente en el siglo XX.
Los procedimientos racionalistas, deductivos, del meticuloso caballero August Dupin (el impecable sabueso de «El asesinato de la Rue Morgue» de Edgar Allan Poe), encontraron posteriormente, con escasas variantes, notables seguidores. Tiempo después de Poe, siguiendo la metódica predilecta de Dupin, irrumpen el viejo gruñón Tavaret y el vacilante señor Lecoq, llevados a los escenarios del crimen por el escritor francés Emile Gaboriau. Luego de los sobresalientes predecesores hace su debut el ingenioso Sherlock Holmes, quizá el más brillante detective de ficción, despedido de la pluma de Arthur Conan Doyle. Más tarde al exclusivo club de los mejores detectives, ingresa el padre Brown, un aporte cristiano de G. K. Chesterton a la solución de casos policiales. En víspera de la segunda guerra mundial, entre una larga lista de ilustres investigadores, el club acepta la membresía del cerebral comisario Maigret, surgido de la habilidad narrativa de Georges Simenon. Un extraño detective, el argentino don Isidro Parodi, preso en una cárcel, criatura de H. Bustos Domeq, a su vez creación de Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares, ocupa un sillón vacío en tan prestigiosa asociación. Una dama brillante en hechos policiales, la inquieta Agatha Christie, con su primer libro, «El misterioso caso de Syles», no solo consiguió introducir al pomposo Hércules Poirot en aquel ambiente de sesudos sabuesos, también logró ingresar a la inolvidable Miss Marple, una simpática solterona dotada de una peculiar percepción detectivesca. Otra dama, Dorothy Sayers, autora y ensayista de la novela policial, a merced de su originalidad de enfoque narrativo, brindó un espacio privilegiado a su aristócrata investigador Peter Winsey en ese deslumbrante cenáculo
Toda la enorme capacidad de análisis de los integrantes de ese extraordinario club descansa en la clarividencia de la razón, sustentada en la trilogía intuición, inducción y deducción. Las tres categorías encajan en una lectura esencial incorporadas en las prácticas de las variadas técnicas detectivescas, que sumadas a otros procedimientos, como la acumulación de datos circunstanciales, amalgaman las pistas y las pruebas necesarias, definitorias de los hechos y retratan el perfil psicológico del asesino, el ladrón o el estafador. Después de una lectura analítica minuciosa, dentro de los elementos del proceso investigativo, transitando de lo visible a lo oculto, el culpable del delito no tiene escapatoria, todas sus coartadas resultan inútiles. Tarde o temprano el razonamiento y la lógica conducen infaliblemente hacia el culpable.
La lectura de novelas policíacas, según el ensayista mexicano Alfonso Reyes, es el ejercicio representativo de la edad madura del lector, cuando se alcanza la autorreflexión sobre los libros que leemos. Desde esta perspectiva, la lectura consciente de narrativa policial aporta una valiosa contribución didáctica en la formación de los futuros detectives de cualquier país, considerando idiosincrasia, condiciones económicas, morales, civiles, políticas. Los métodos investigativos de los sabuesos de la ficción literaria tienden a afinar el razonamiento del lector. A través de la lectura del proceso de investigación de un delito, entre más enmarañado sea este, el intelecto más se afina, dinamizando la intuición y la deducción de quien lee comprometido a resolver por sí mismo el enigma planteado.
En rigor, teniendo en cuenta la suma de todos los elementos detectivescos contenidos en la narrativa policíaca, no es descabellado formular una posible propuesta de un plan de lectura continua dentro de los programas de formación académica criminalística, no sólo de textos policiales, también es necesario incluir obras de otros géneros literarios, destinados a estimular la reflexión y la creación intelectual de aquellos ciudadanos y ciudadanas cuyo desiderátum es la lucha permanente contra todas las manifestaciones del delito anidado en el complejo bosque de la sociedad.
Escritor venezolano, novelista, cuentista, ensayista, editor y profesor de creación literaria, formó parte del grupo literario Hojas de Calicanto, coordinado por Antonia Palacios, y fue Becario del Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos donde cursó estudios de creación literaria con el célebre escritor venezolano, Denzil Romero.
Ha sido jurado de importantes premios nacionales de narrativa junto a figuras como Carlos Noguera, Gabriel Jiménez Emán, Carlos Brito, Gabriel Saldivia, Sael Ibañez, Luis Laya, Atanasio Alegre y María Alejandra Rojas. Su nombre figura en el Diccionario General de la Literatura Venezolana, coordinado por Victor Bravo, y en el Diccionario de Escritores Venezolanos, compilado por Rafael Ángel Rivas Dugarte y Gladys García Riera. La revista Ateneo, en su edición número 26, año 2006, dedicó el Dossier a su obra. Desde el año 2008 hasta hoy, 2020, lleva el Taller de Narrativa de La Casa Nacional de las Letras Andrés Bello En el año 2018, fue el facilitador del Taller de Narrativa de Monte Ávila Editores.
Entre sus libros publicados se cuentan los siguientes libros de cuentos: «Los círculos solares», «Simulacro de Helena», «Sinfonía de Caracoles», «Laberinto de Sombras»; más la novela, «La rotación del Zodíaco». Actualmente conserva inéditas las novelas; «El asilo de Dios», «Ángeles Trasvestidos»,
junto al libro de cuentos «Naúfragas Ilusiones».